Ofrecemos el texto de la ponencia presentada por la
escritora María Teresa Andruetto en la Jornada de Literatura Infantil y Juvenil
“Abrir un libro, abrir el
mundo”, realizada dentro del marco del Seminario de Literatura
Infantil Latinoamericana de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
de Buenos Aires el 5 de julio de 2008. Esta conferencia también formará parte,
junto con otros textos de la autora, del libro Hacia una
literatura sin adjetivos, que próximamente publicará la
editorial cordobesa Comunicarte.
¿Para qué sirve la ficción? ¿Tiene alguna utilidad, alguna funcionalidad en
la formación de una persona, en nuestro caso de un niño, es decir justamente de
una persona en formación? Vamos los hombres y mujeres al diccionario para saber
acerca de las palabras y a los libros de ciencia para saber de ciencia y a los
diarios y periódicos para leer las noticias de último momento y a las
carteleras de cine para saber qué películas pasan. Pero, ¿a qué sitio vamos
para saber acerca de nosotros mismos? Los lectores vamos a la ficción para
intentar comprendernos, para conocer algo más acerca de nuestras
contradicciones, miserias y grandezas, es decir acerca de lo más profundamente
humano. Es por esa razón, creo yo, que el relato de ficción sigue existiendo
como producto de la cultura, porque viene a decirnos acerca de nosotros de un
modo que aún no pueden decir las ciencias ni las estadísticas. Un relato es un
viaje que nos remite al territorio de otro o de otros, una manera entonces de
expandir los límites de nuestra experiencia, accediendo a un fragmento de mundo
que no es el nuestro. Refleja una necesidad muy humana: la de no contentarnos
con vivir una sola vida y por eso el deseo de suspender cada tanto el monocorde
transcurso de la propia existencia para acceder a otras vidas y mundos
posibles, lo que produce por una parte cierto descanso ante la fatiga de vivir
y por la otra el acceso a sutiles aspectos de lo humano que tal vez hasta
entonces nos habían sido ajenos. Así, las ficciones que leemos son construcción
de mundos, instalación de “otro tiempo” y de “otro espacio” en “este tiempo y
este espacio” en que vivimos. Un relato de ficción es por lo tanto un
artificio, algo por su misma esencia liberado de su condición utilitaria, un
texto en el que las palabras hacen otra cosa, han dejado de ser funcionales, como
han dejado de serlo los gestos en el teatro, las imágenes en el cine, los
sonidos en la música, para buscar a través de esa construcción algo que no
existía, un objeto autónomo que se agrega a lo real. La ficción, cuya
virtualidad es la vida, es un artificio cuya lectura o escucha interrumpe
nuestras vidas y nos obliga a percibir otras vidas que ya han sido, que son
pasado, puesto que se narran. Palabra que llega por lo que dice, pero también
por lo que no dice, por lo que nos dice y por lo que dice de nosotros, todo lo
cual facilita el camino hacia el asombro, la conmoción, el descubrimiento de lo
humano particular, mundos imaginarios que dejan surgir lo que cada uno trae
como texto interior y permiten compartir los texto/mundos personales con los
texto/mundos de los otros. Posibilidad de hacer un impasse, de sortear por un
momento la pesada flecha de lo real que indefectiblemente nos atraviesa, para
imaginar otros derroteros humanos.
Una mirada sobre el mundo.
La obra de un escritor no puede definirse por sus intenciones sino por sus
resultados. Si algo tienen en común los buenos escritores de todos los tiempos
es justamente que tienen poco en común unos con otros, incluso a veces se
diferencian fuertemente o se oponen francamente unos a otros. Aparece entonces
una primera certeza: un buen escritor es un escritor diferente a otros
escritores. Alguien que por la esencia misma de lo que hace, atenta contra la
uniformidad que tiende a imponerse, se resiste por así decirlo, a lo global;
alguien preocupado en perseguir una imagen del mundo y construir con ella una
obra que pretende universalizar su experiencia. Mirando entonces lo más privado
y personal es como un escritor puede volverse universal, ése es el sentido que
tienen las conocidas palabras de Tolstoi: pinta tu aldea y pintarás el mundo.
La creación nace entonces de lo particular, cualquiera sea la particularidad
que como ser humano le quepa a quien escribe, y es la focalización de lo
pequeño lo que permite por la vía de lo metafórico inferir el ancho mundo,
mirando mucho de poco, como quiere el precepto clásico. Así, buscando una forma
inteligible y altamente condensada para las imágenes que persigue, un escritor
pone al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la
condición humana.
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