Cuál es el lugar de un escritor. Si lugar
significa influencia, importancia práctica,
el arte no ocupa ningún lugar. Utopía
significa precisamente eso: no lugar,
ningún lugar. Un escritor no es sólo un
señor que publica libros y firma contratos
y aparece en televisión. Un escritor es,
un hombre que establece su lugar
en la utopía.
Abelardo Castillo (1)
significa influencia, importancia práctica,
el arte no ocupa ningún lugar. Utopía
significa precisamente eso: no lugar,
ningún lugar. Un escritor no es sólo un
señor que publica libros y firma contratos
y aparece en televisión. Un escritor es,
un hombre que establece su lugar
en la utopía.
Abelardo Castillo (1)
Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un cuento, pone su palma en el suelo y dice: aquí dejo mi historia para que otro la lleve. Cada final es un comienzo, una historia que nace otra vez, un nuevo libro. Así se abrazan quien habla y quien escucha, en un juego que siempre recomienza y que tiene como principio conductor, el deseo de encontrarnos alguna vez completos en las palabras que leemos o escribimos, encontrar eso que somos y que con palabras se construye. Para escribir una y otra vez lo que nos falta, la escritura nos conduce a través del lenguaje, como si el lenguaje fuera —lo es— un camino que nos llevara a nosotros mismos.
Como la vida misma, todo texto despliega un movimiento desde un punto de precario equilibrio hacia otro equilibrio también precario. Algo penetra en lo que está quieto y su irrupción provoca adhesiones, resistencias, tomas de posición, intentos de recuperar lo perdido o de adquirir algo nuevo, hasta que todo se aquieta otra vez.
Escritura entonces como movimiento, como camino para quien escribe y para quien lee. Camino, migración de un sitio a otro.
Hija de un partisano que llegó desde Italia a la Argentina después de la Segunda Guerra Mundial y mujer de un hombre que debió asilarse en un país europeo durante la pasada dictadura, me fueron narrados con persistencia los cuentos y las cuentas del desarraigo, los costos de pasar de una cultura a otra, de un mundo a otro. Volverse adulto es también haber migrado. Y la migración misma, esa zona de pasajero en tránsito, ese tiempo que hemos dado en llamar adolescencia.
Cuando yo era chicalos corredores eran largoslas mesas altaslas camas enormes.La cuchara no cabíaen mi bocay el tazón de sopaera siempre más hondoque el hambre.Cuando yo era chicasólo gigantes vivíanallá en mi casamenos mi hermano y yoque éramos gente grandevenida de Lilliput. (2)
Migrar de un mundo a otro y adolecer, vivir lleno de faltas en el tránsito. Abandonos precarios, de frase en frase, de sitio en sitio, con la mano extendida a un otro que preste su voz y haga que lo escrito viva. El camino que trazamos sobre la página es el viaje de un deseo: palabra conquistada y a la vez mano extendida, ruego, invitación, pérdida brutal de la palabra.
El que migra, y toda escritura es migración, va hacia un habla que jamás le será dada. De esa pérdida se forma el escribir (3). Falta y no otra cosa es lo que tenemos al comienzo de cada proyecto. Se escribe porque no se sabe, no se comprende. Se escribe para confirmar una y otra vez que no se sabe, que no se comprende. Quien escribe busca una forma para eso que no tiene forma y que por eso es incomprensible, busca un continente para un contenido que siempre se desborda. Y lo que encuentra es una voz apenas, susurro de lo que no se sabe decir, de lo que no se puede decir, de lo que nadie enseña a decir.
¿Por qué escribir entonces en busca de lo que se nos está negado? Para un buscador de oro, el placer está en buscar. Un escritor es un buscador cuyo placer más puro es encontrar entre miles de palabras, las palabras. Esa es la única explicación que he encontrado para mí a lo largo de los años. Cuando dejamos de buscar, cuando se pacifica la relación con el lenguaje, éste deja de decir nuestra falta, eso que nos largó al camino de la escritura. Deja de decir y de decirnos; se vuelve contra nosotros.
¿Un escritor domina las palabras? Más bien se podría decir que un escritor tiene problemas con las palabras, que las ha convertido en su problema. Encuentro y pérdida permanente, palabras bailando en una boca muda. Así, como quien no puede pero de igual modo lo intenta, el escritor escribe el deseo del otro.
La escritura se convierte entonces, como la vida misma, en un atravesar, narración de viaje para liberarnos de las cosas no evitándolas sino atravesándolas, como quería Pavese (4). Por eso la permanencia de la novela de formación, aquella estructura narrativa nacida en el marco del romanticismo alemán, en la que un personaje se construye a sí mismo en el tránsito. El héroe comienza a delinearse ante nosotros a partir de una carencia. Como en el comienzo de los tiempos, deberá sortear pruebas. No tres, no siete, sino cientos de pequeñas pruebas hasta llegar a ese centro preciado e ilusorio que es el encuentro de cada uno consigo. Precario, provisorio centro de la vida. ¿Quién es ése que viene con nosotros y llega ahora al final de la novela? ¿Ése que al comienzo era un niño, un muchachito? Es un hombre. Como cada uno de nosotros. Un hombre singular y a la vez un hombre como todos. Sencilla verdad eternamente repetida.
Si todas las novelas se pueden reducir en última instancia, a dos formas: la que gira en torno a un centro y la que desplaza los sucesos de un sitio a otro (la novela de enigma y la de viaje), entonces la novela de viaje —ya se trate de las que narran un viaje interior o de las llamadas novelas de camino—, se presenta como una arquitectura ideal para los más jóvenes, entre otras cosas porque todo sufrimiento está allí protegido por la convicción de que se atravesará de un modo o de otro la zona de tránsito.
¿Estructura demasiado convencional? Toda escritura es experimental, ya que constituye, si es genuina, una exploración intensa de la palabra y una experiencia profunda en el seno de uno mismo. La verdadera originalidad, es una huida de la repetición de uno mismo, de la copia de uno mismo; y consiste en entender cada proyecto de escritura como una exploración nueva (nueva para uno, quiero decir) en el seno de la palabra, como una intensificación de la experiencia, porque se escribe contra la lengua, contra lo lingüísticamente correcto, contra lo políticamente correcto, se escribe contra todo y sobre todo contra nosotros mismos, violentando el lenguaje y violentándonos, buscando la salida de eso que somos en las rajas que se producen entre una palabra y otra, buscando aquello que entre una frase y otra, en esa grieta que no es silencio ni voz, aparece (5).
¿Inventar o descubrir?. Mirar sobre todo. Mirar con intensidad para dar cuenta de lo que se mira, porque la escritura (como la lectura) depende del mundo que se haya contemplado y de la forma sutil en que se ha incorporado la experiencia para percibir la complejidad y el intrincamiento de la apariencia. Porque el arte es un método de conocimiento, una forma de penetrar en el mundo y encontrar el sitio que nos corresponde en él (6).
El peligro de ayer era lo que dimos en llamar —con una palabra cliché— el didactismo, un ejercicio de lenguaje autoritario del adulto sobre el niño. Hoy, como enLa historia interminable de Michael Ende, el peligro es el vacío, el crecimiento desmesurado de la nada; de eso dan cuenta tantos libros que se editan anualmente, no sólo en el campo de la literatura para los chicos.
En lo personal, me gusta mucho cierta literatura de sugerente enseñanza, desde los relatos arquetípicos hasta los cuentos sufíes, y no me da temor su carácter docente porque apuesto todo, o casi todo, a la sugerencia del lenguaje y a la posibilidad de romper por esa manija lo esperado, lo previsible, lo correcto, para que el texto se abra acaso alguna vez a múltiples lecturas. Me gusta la idea de trabajar a partir de ese material desechado, la literatura moralista que nutrió durante muchos siglos el narrar de los pueblos. En los cuentos de El anillo encantado partí a veces de historias un poco aleccionadoras (el amor vale más que las diferencias de clase, o se puede ser feliz sin tener nada) y, como quien hace pátinas sobre un mueble nuevo hasta convertirlo en viejo, caminé hacia ese pequeño libro. Porque un libro es un viaje que se hace a partir de capas y capas de escritura, de sucesivas obediencias a la forma, para lograr un tono, para buscar un ritmo, para que suene bien, para que se vuelva familiar lo que era extraño, para que se vuelva extraño lo que era familiar, buscando que lo conocido se rompa, se esmerile, estalle, buscando en fin una ruptura que deje ver por debajo algún resplandor de eso que llamamos vida.
¿Apenas si tenemos una frase? Puede ser suficiente para tirar del hilo, para empezar a devanar la historia. Fragmentos, meandros, derivaciones en las que un testimonio se pierde, y entre esos meandros alguien dice la palabra de un comienzo. A veces no hay ni tan siquiera eso y entonces la escritura se evidencia en su condición de pura espera del otro, lenguaje narrando el vacío del otro, boca que espera una escucha, letra ofrecida a los ojos de un lector.
Corregir un texto es un trabajo espiritual, una empresa de rectificación de uno mismo, decía Paul Valery. Corregir entonces para liberarnos de lo adecuado y de lo correcto, de la mimetización con los autores más exitosos, de lo que se vende, de lo que quiere la escuela, de la necesidad de parecer escritores, del deseo de ser inteligentes o informados o... Liberarnos en fin de tantos lastres, para encontrar en algún momento, si se persiste y si se es afortunado, esa moneda de oro que es la vida. Hay sí, una ética de las formas: eso es en su sentido más puro una estética. Trabajar encarnizadamente la forma para que se ajuste al movimiento que traza la vida. Escribir más allá o más acá de las exigencias del mercado. Abrir siempre nuevos espacios personales, exploraciones nuevas de escritura y de lectura. Escribir para el encuentro verdadero con un lector. Escribir siempre para lectores únicos, para decenas o centenas o millares de lectores únicos. Trabajar sobre todo contra la repetición de uno mismo, contra la mercantilización del deseo, contra el vaciamiento de las formas, desde la permanente búsqueda, desde el movimiento permanente, desde el constante desacomodo, aunque se nos haga a menudo cuesta arriba. Escribir en fin para el lector que quisiéramos ser, para un lector que en lo más íntimo de nosotros respetamos más allá de su condición y de su edad, un lector siempre más grande y más intenso que nosotros mismos. Escribir por puro afán de exploración, por el solo deseo de transitar nuestras reservas salvajes. Escribir para buscar, abiertos siempre al descubrimiento, al riesgo, a la sorpresa. Escribir sin miedo a las expulsiones del palacio, ni a las expulsiones del templo, cualesquiera sean los palacios y los templos de turno. Sin miedo al abandono de los lectores, ni al de las editoriales. Sin miedo a quedar fuera de la escuela o del mercado. Sin miedo, en fin. Escribir lejos de la repetición de lo exitoso, producido por los otros o por nosotros. Cuidarnos de todo y, sobre todo, cuidarnos de nosotros mismos. Prescindir de todo lo que no sea el camino. Ser siempre el caminante, el que todavía no ha llegado a destino, el pasajero en tránsito, el que atraviesa la reserva, el buscador de oro, para que la escritura acaso alguna vez sea. Para que alguna vez, tal vez, dibuje un texto y lo haga florecer como un árbol.
Cuando comencé a ocuparme y preocuparme de la literatura para los chicos, esto es a comienzos de los ochenta, parecía sencillo distinguir a los buenos de los malos escritores y a los buenos y los malos textos, a las buenas y las malas editoriales. Hoy esto no parece tan sencillo, toda vez que autores y editoriales de prestigio, prestan también su nombre o su sello a textos pobres. Hace veinte años, el problema de los que trabajábamos en este campo era instalar la literatura infantil y el hábito de la lectura en la escuela y sembrar esa conciencia en los docentes. Hoy el desafío enorme que nos toca como escritores, como lectores, como docentes, como especialistas es seleccionar y enseñar a seleccionar, con conocimiento y criterios personales, los buenos libros, en el mar de libros que se editan, criterios que sean capaces de ir más allá de las recomendaciones editoriales, de la publicidad, de los índices de venta y de los nombres consagrados. Hoy, más que nunca, se vuelve necesario ejercer nuestro personal derecho a disentir, a elegir, a ejercer el poder de lectores sobre lo que se nos vende o se nos intenta vender.
¿Para qué escribir, para qué leer, para qué contar, para qué elegir un buen libro en medio del hambre y las calamidades? Escribir para que lo escrito sea abrigo, espera, escucha del otro. Porque la literatura es todavía esa metáfora de la vida que sigue reuniendo a quien dice y quien escucha en un espacio común, para participar de un misterio, para hacer que nazca una historia que al menos por un momento nos cure de palabra, recoja nuestros pedazos, acople nuestras partes dispersas, traspase nuestras zonas más inhóspitas, para decirnos que en lo oscuro también está la luz, para mostrarnos que todo en el mundo, hasta lo más miserable, tiene su destello.
Como aquel pintor de la antigua Corea, de quien se dice que pintaba árboles que los pájaros confundían con verdaderos.